Los Ropajes de la Violencia. Chile 1973-1990 

por Pía Montalva


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Diseñadora (Pontificia Universidad Católica de Chile) y PhD en Estudios Culturales Latinoamericanos (Universidad de Chile). Profesora en el Instituto de Historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Es autora de los libros  Morir un poco. Moda y sociedad en Chile 1960-1976 (2004); Tejidos Blandos. Indumentaria y violencia política en Chile 1973-1990 (2013), y Apuntes para un diccionario de la moda (2017). Ha curado distintas exhibiciones de indumentaria y pasarelas de moda y colaborado como columnista especializada en diferentes medios de comunicación chilenos.


Introducción


El 11 de septiembre de 1973, las Fuerzas Armadas y de Orden chilenas, desplegadas a lo largo del territorio nacional, llevan a cabo un golpe de Estado, derrocan al gobierno constitucional del Presidente Salvador Allende y toman el control del poder político reprimiendo con fuerza y eficacia a los partidarios de la Unidad Popular. Se instala de este modo, una dictadura militar que se prolongará durante los siguientes diecisiete años y que inaugurará en el país un nuevo orden político, institucional y económico basado en el empleo de la violencia. Esta última constituirá el engranaje a partir del cual se pondrán en marcha cambios que afectarán radicalmente el devenir de la sociedad chilena. En efecto, proyectos claves asociados al propósito refundacional del Régimen ―como el establecimiento del nuevo modelo económico de carácter neoliberal, a fines de 1975, y la puesta en vigencia de la nueva Constitución Política de la República de Chile, en 1981―, son implementados al margen de los mecanismos propios de una democracia.

En el ámbito de la vida cotidiana, la violencia estatal se presenta como el dispositivo mediante el cual la Dictadura remodela los cuerpos de los opositores interviniendo directamente en su materialidad mediante la aplicación de fuerza y la sustracción del espacio público. Detenciones ilegales, ejecuciones, desaparecimientos, prisión y torturas, muchas veces con resultado de muerte, relegación o exilio son algunas de las acciones que se suceden de manera sistemática, y con mayor o menor resistencia civil y/o resistencia armada, hasta el año 1990.

Al margen de su permanencia en el tiempo y unidad de propósitos definida en gran parte por los postulados de la Doctrina de la Seguridad Nacional ―la cual proponía desarticular al “enemigo interno que buscaba subvertir el orden por cualquier medio a su alcance” [1]―, la violencia fue modificando sus formas de gestión y administración (dónde, cómo y cuándo) acorde al marco legal vigente que sirvió de blindaje al Régimen para justificar sus acciones. Se vio influida también por los matices que la ideología neoliberal y el modelo de libre mercado le imprimieron desde 1976 en adelante (especialización, intensidad, selectividad, regularidad, eficacia) y por la presión de los grupos opositores y de la comunidad internacional que, si bien no la erradicaron, definieron en parte su visibilidad e invisibilidad.


Cuerpo, indumentaria y violencia política


El vínculo entre la violencia política de Estado y la indumentaria resulta evidente cuando se analizan los testimonios de las personas afectadas por la primera.  Dicha  conexión ha sido tratada principalmente en el trabajo forense con el propósito de identificar los restos de desaparecidos o establecer causas de muerte. Cuerpos desnudos y conjuntos óseos desprovistos de tejidos blandos definen en gran medida el imaginario del cuerpo maltratado durante la dictadura militar chilena. Sin embargo, es el cuerpo vestido-desvestido quien mejor expone las distintas formas de violencia política ejercidas en el periodo. Porque la indumentaria, en cualquier condición, y en la medida que toca o cubre, total o parcialmente, ese cuerpo, refiere a un sujeto con un nombre y un apellido, una historia, un tiempo, un lugar, una identidad, un habla, un relato autobiográfico. Leonor Arfuchs [2], plantea que los sujetos se inscriben en un espacio biográfico que involucra lo histórico, lo político, lo social y lo cultural, y donde cada quien produce su propia narración como un modo de estructurar la vida y la identidad. A partir del planteamiento anterior sugiero que los significantes indumentarios son claves en el proceso porque éste no se limita al lenguaje hablado o escrito.

En la misma línea de análisis, propongo que el cuerpo y la indumentaria no operaran en la práctica como entidades separadas. Componen una sola materialidad, en permanente estado de constitución, porque los sujetos se sirven de ropas y accesorios para producir y replicar voluntariamente diversos estilos corporales ―y relatos autobiográficos― a lo largo de su existencia, los cuales modifican o sostienen conforme a las experiencias vitales y los contextos históricos donde ocurren. A pesar de que dichos estilos corporales están regulados por normas hegemónicas relativas al género, el sexo, la clase o la raza ―incluso a la moda― requieren ser reiterados para afirmar su presencia y ser reconocidos como tales. En este sentido, la performatividad mediante prácticas corporeizadas propuesta por Judith Butler [3], como forma de fijar y actuar el género, inestable por definición, contribuiría a explicar otras dimensiones del relato autobiográfico: su configuración por medio de los cuerpos vestidos pero también la posibilidad de fracturarlo remodelando dichos cuerpos a través del ejercicio de la violencia política.

En la vida cotidiana, la indumentaria satisface necesidades de carácter funcional (protección física y simbólica, abrigo, higiene, pudor), estético (adorno), y social (integración, diferenciación, distinción, categorización) que determinan la apariencia y el accionar del cuerpo vestido en el espacio público [4]. Joanne Entwistle [5], plantea que los estudios sobre la moda y el vestido pasan por alto el cuerpo y viceversa. Propone para efectos analíticos, el concepto de práctica corporal contextuada que posibilitaría la consideración de tanto los aspectos discursivos y representativos del vestir como su inclusión en el marco de las relaciones de poder y de la experiencia corpórea en el espacio social. Por su parte, Djurdja Barlett [6] coincide con Entwistle al definir la moda como práctica social encarnada. Destaca su aspecto performativo, sus vínculos con el avance del capitalismo occidental y sus posibilidades de relevar ―y resistir― “the totalitarian, nationalistic and extreme religious spaces on the world map”, afirmando así su dimensión política. Ambas le asignan un rol clave al contexto histórico donde se realizan dichas prácticas.


Figura 1. Dibujo del overol utilizado por Ignacio Vidaurrázaga  en el Cuartel Borgoño de la Central Nacional de Informaciones CNI, en la década de los 80, durante su detención. Autor: Ignacio Vidaurrázaga. 2012. Fuente: Archivo Pía Montalva (van dos versiones, la original en color y otra en blanco y negro).
En nuestro caso, el ejercicio directo de la violencia política estatal restringe, impide o fuerza el revestimiento del propio cuerpo. Es decir las prácticas encarnadas tienen un carácter impuesto y no se encuentran presentes en el espacio público. Por otra parte, emergen indumentarias concebidas como dispositivos para manipular y remodelar los cuerpos, acorde a los propósitos de Régimen. El sistema modifica las funciones propias de algunas ropas de uso cotidiano ―presentes incluso en la oferta de modas― las cuales, inscritas ahora en un espacio de reclusión, devienen activadoras del castigo físico. Una parte significativa de la eficacia con que se concretan estos usos se relaciona con los materiales empleados en su fabricación. Suaves, rugosos, transparentes, opacos, flexibles o rígidos proporcionan consistencia a la indumentaria articulándola al cuerpo como el último de sus tejidos blandos, el más superficial, aquel que paradójicamente le es propio y ajeno. Este vínculo cuerpo-indumentaria no se replica con otros objetos de la cultura. Si bien el espacio arquitectónico que contiene el cuerpo vestido-desvestido lo rodea y toca en todos sus contornos, opera como vacío, como un efecto de su dimensión material pero no como una materialidad concreta donde se encarnan, transfieren, intercambian y fijan las huellas de la condición humana. Esta particularidad de la indumentaria es la que posibilita que la violencia se cuele en el intersticio donde limita con el cuerpo. Desde allí la significa modelada por la transgresión: una mancha, una rasgadura, una deformidad, un olor, una ausencia, una negación.

Dos son las piezas emblemáticas de la violencia política estatal desplegada por la dictadura militar chilena. La venda que cubre los ojos y el overol que reviste tronco y extremidades. Ambas suspenden el paso del tiempo marcando etapas en la cadena de producción de la violencia. Y si bien, en los años 80, se encuentran en el cuerpo del detenido, aluden a intervalos de distinta duración: la espera ciega carente de todo horizonte de posibilidades, en el caso de la primera; y el calce portador de una mascarada sobre el estatuto futuro, en el caso del segundo.


“[E]l cuerpo y la indumentaria no operaran en la práctica como entidades separadas. Componen una sola materialidad, en permanente estado de constitución, porque los sujetos se sirven de ropas y accesorios para producir y replicar voluntariamente diversos estilos corporales ―y relatos autobiográficos― a lo largo de su existencia, los cuales modifican o sostienen conforme a las experiencias vitales y los contextos históricos donde ocurren.”

Vendas: Espera Ciega


La venda puede ser descrita como un pequeño y amorfo trozo de material utilizado para suspender el sentido de la vista. A pesar de su opacidad, se torna transparente a la hora de caracterizar la violencia dictatorial. Su activación refiere siempre a una anomalía porque en condiciones habituales y en clave indumentaria los ojos constituyen la única zona del cuerpo que no se viste. Cuando ello ocurre el gesto tiene un carácter temporal: proteger los ojos del exceso de luminosidad (lentes de sol, vendaje luego de una intervención quirúrgica) u optimizar la visión (anteojos ópticos, lentes de contacto). Por otra parte, en la historia de la cultura occidental existe una codificación que regula las veladuras. Es decir los objetos que cumplen esa función conservan la transparencia necesaria para no limitar otras funciones corporales [7].

La venda como indumentaria productora de violencia se mantiene vigente durante toda la dictadura militar chilena, más allá de los cambios establecidos para el ejercicio de dicha violencia. En este sentido deviene un objeto común y universal que no repara en distinciones de clase, género, raza o nacionalidad. Todos los prisioneros y prisioneras son vendados por igual. Comparten el carácter iniciático de la venda, la cual, al negar el sentido de la vista, marca el quiebre con el pasado e inaugura un espacio de incertidumbre respecto del propio destino.

Si consideramos exclusivamente su dimensión formal, la venda podría ser definida como un rectángulo de material flexible cuya altura debiera cubrir al menos la zona ocupada por los ojos y cuyo largo debiera ser el suficiente para amarrarlo en la parte trasera de la nuca, a menos que se recurra a otros modos de fijarlo al rostro. Una manera de diferenciar las vendas entre sí es analizando el material utilizado para fabricarlas. En general éste último coincide con el tiempo y las condiciones en que la venda permanece sobre las caras de los prisioneros. Es posible identificar entonces, una primera venda que soporta siempre un carácter efímero porque sus características materiales no garantizan la durabilidad. Alude al momento de la detención y a la urgencia de reducir al sujeto. Se trata de una cinta adhesiva que fija literalmente las pestañas superiores e inferiores de ambos ojos con la cara interior de la huincha donde se ubica el pegamento, lo cual produce mucho dolor cuando es arrancada, dejando a los individuos sin pelos en los bordes del párpado. Destacan aquí la cinta plástica transparente empleada para empaquetar y que los detenidos denominan scotch en alusión a una conocida marca que la produce en el exterior y que replica la industria nacional.



Figura 2. Overoles de trabajo confeccionados con telas de Yarur Manufacturas Chilenas de Algodón, cuando en el país aún imperaba un sistema democrático. Piezas similares a ésta forman parte del dispositivo de la tortura durante la dictadura militar chilena. Anuncio publicado en Revista Yarur: Nº1, Santiago de Chile, octubre de 1965.
Esta huincha oculta las situaciones de detención cuando éstas ocurren a plena luz del día porque aunque el vendaje se ejecuta en la vía pública su transparencia contribuye a camuflar la anomalía. Las personas afectadas son introducidas en un automóvil. La venda transparente impide a los transeúntes que circulan en las calles darse cuenta de lo que verdaderamente acontece. La mayor parte de las veces, la acción se consolida agregando sobre la venda de cinta engomada un par de anteojos oscuros. Delia Bravo, militante del Partido Socialista, capturada en 1975 por la Dirección de Inteligencia Nacional, DINA, recuerda haber sido subida a la fuerza a una camioneta y vendada con scotch, “del común y silvestre [8]”. Ignacio Vidaurrázaga, militante del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, MIR, detenido por agentes de la Central Nacional de Informaciones, CNI, en 1984, en la Región del Biobío y trasladado a Santiago señala: “Cuando me pusieron scotch fue en el traslado desde [el aeródromo] Tobalaba. Al pasar por la ciudad era scotch y unos lentes oscuros [9]”.

Una segunda venda transitoria, es improvisada usando esparadrapo, material que en el país se denomina tela emplástica. Es una tira de tela, una de cuyas caras está recubierta por un emplasto adherente. Blanca, opaca, más gruesa y resistente que el scotch, se utiliza para afirmar los vendajes de gasa empleados en la curación de heridas. En el contexto de violencia se destina a las sesiones de interrogación y tortura que se prolongan por varias horas. La idea es que el prisionero político permanezca privado de la vista y la venda asegure la no identificación de los agresores, a pesar de la secreción de distintos fluidos corporales, como sudor o lágrimas, cuya humedad tiende a debilitar el pegamento y facilitar su desprendimiento. Alberto Gamboa, detenido en 1973 en Santiago, menciona este tipo de venda:

“A empujones me subieron al auto. […] Al sentarme en medio de dos gorilas de camisa sport me pusieron telemplástica en los ojos. Eso ocurrió hace dos días y dos noches. Visité en esas condiciones tres lugares de detención. No sé dónde están y nunca lo voy a saber. En cada uno de esos lugares me interrogaron y golpearon a su gusto.” [10]
Figura 3. Dibujo de prisioneros vendadosAutor Miguel Montecinos Jeffs. Sin fecha. Fuente: Archivo Documental Parque por la Paz Villa Grimaldi(la imagen tiene una resolución muy baja pero es la única que encontré).
Además de la venda confeccionada con distintos tipos de huinchas adhesivas, existen otras, mucho más permanentes, que acompañan al detenido durante su periplo por los centros de detención clandestinos. Marcan de manera evidente el paso del tiempo, y enuncian, al igual que las ropas de origen, ―indumentarias que portan las personas al momento de su detención y recubren el cuerpo durante todo el cautiverio―, el deterioro que sufre el prisionero. Revelan asimismo la precariedad de sus condiciones de existencia así como los grados de improvisación que operan en las Fuerzas Armadas y de Orden, en los primeros meses de la dictadura porque es evidente que las vendas no están en el listado oficial de pertrechos adquiridos por estas últimas. Una de las piezas más llamativas de esta categoría ha sido consignada en el testimonio de Hernán Valdés donde el autor narra su estadía en el campo de prisioneros Tejas Verdes. Se refiere a ella como “antifaz”, porque tapa apenas una porción del rostro. Está confeccionada con un trozo irregular de esponja (espuma de poliuretano); posiblemente un desecho proveniente del embalaje de otros productos. Y se constituye en cada rostro cuando es atada con pitilla de algodón. Recuerda Valdés:

“Me sacan los lentes y me conminan a no abrir los ojos mientras me arrancan de tirones violentos las telas adhesivas, posiblemente con buena parte de mis pestañas. En su lugar cubren la parte superior de mi cara con un antifaz, que aseguran fuertemente mediante una pita delgada que me rebana las orejas y la nuca.” [11]

Este cordón delgado y resistente, empleado para envolver paquetes, produce lesiones en la piel. En cambio la esponja, más amable con la carne del prisionero, agrega algo de alivio y confort. Ambas materialidades activan el juego perverso propio de la tortura configurado a partir de la administración del amparo y el daño. Incrementan la eficacia de la venda como objeto productor de violencia en la medida en que rellenan de mejor manera los vacíos posibles ubicados en la cuenca de los ojos. El cambio de vendaje, rudimentario todavía, revoca el carácter provisorio de la huincha adhesiva desplegando desde la materialidad de la indumentaria ―su flexibilidad inicial endurecida en el contacto con el cuerpo o la posibilidad de colocar más de una capa hasta alcanzar la opacidad deseada―, una política del vendaje que se institucionalizará en el transcurso de los próximos meses.

Otro tipo de venda, perteneciente a la categoría definitiva, es aquella proveniente de las bandas elásticas empleadas para inmovilizar lesiones musculares. Resulta altamente eficiente cuando se trata de impedir cualquier atisbo de visión parcial. Además la presión excesiva sobre la cabeza provoca dolor en las sienes e incrementa la sensación de ahogo. Estas vendas abundan, al inicio del periodo, en recintos de detención masivos y reconocidos por la dictadura donde normalmente hay algún personal femenino que efectúa trabajos de enfermería (desinfecciones colectivas con productos para evitar enfermedades epidérmicas parasitarias, asociadas a entornos precarios y falta de higiene). Es posible que dichas coberturas hayan ingresado como parte de los insumos básicos para primeros auxilios y luego se les haya asignado una función distinta a la original, relacionada con el ejercicio de la violencia política estatal. Luis Corvalán Castillo, ingeniero agrónomo de 25 años de edad, militante de la Juventudes Comunistas, prisionero en el Estadio Nacional, entre septiembre y noviembre de 1973, menciona dicha indumentaria en su relato testimonial:

“Me sostienen entre varios y me desvisten, me colocan una apretada venda elástica en los ojos; aún no me hacen ninguna pregunta, solo golpes, insultos y amenazas […] Me desmayo varias veces y me vuelven a reactivar, dos veces tengo conciencia que me sacan la venda elástica para que el médico observe mis pupilas.” [12]

Al margen de las distinciones anteriores la venda más perdurable es aquella que se confecciona a partir de la reutilización de distintos textiles de propiedad del detenido y que se encuentran en su poder al momento de la captura. Fernando Villagrán, [13] periodista de 24 años, prisionero en la Escuela de Especialidades de la Fuerza Aérea de Chile, afirma haber sido vendado con un pañuelo que traía en su bolsillo. Sin embargo, lo más probable es que el material de origen sea un trozo de género proveniente de variadas ropas que han sido rasgadas o desestructuradas durante las primeras sesiones de tortura. No hay necesariamente aquí una alineación. La tela de la venda resultante puede haber pertenecido a cualquier persona. Si coincide con su dueño o dueña es producto de la oportunidad y lo que acontece de particular en cada interrogatorio. Las mangas de camisas masculinas y blusas femeninas son citadas con bastante frecuencia porque la prenda se rompe siguiendo el contorno de la sisa. Por su forma alargada y doble capa de tela, este fragmento se acerca a las dimensiones requeridas. Humberto Trujillo, miembro de la resistencia armada contra la dictadura, detenido en 1983, en el Cuartel Borgoño de la CNI, en Santiago, recuerda: “En el calabozo un civil, me arrancó una de las mangas de mi camisa, con lo cual me vendó la vista.” [14] 

En el mejor de los casos, el agresor minimiza el esfuerzo al fusionar la fuerza de agresión corporal con la fabricación de la venda. Lo anterior potencia la masificación del proceso de violencia donde los cuerpos son ingresados en una cadena de producción y transitan por distintas etapas hasta que se da por concluida la secuencia. Este tipo de vendas son mucho más eficaces, que las anteriores, en cuanto a productividad de la violencia. Al instituirse con una parte del cuerpo-indumentaria ―ropa constitutiva del relato autobiográfico del sujeto―, transforma la violencia externa en autoagresión. Al dolor físico, literal, producto de la fusión del adhesivo con las pestañas, las llagas en la piel provocadas por la tirantez de la pitilla o el dolor de cabeza debido a la presión del elástico de goma, se suma otro inédito, potencial y perverso, que proviene del propio cuerpo vestido y trastoca el orden de las cosas.

Con frecuencia una misma venda de género cubre la vista del detenido durante largo tiempo. Patricio Rivas señala haber usado la misma cobertura durante un año [15]. A veces deviene incluso un mecanismo de identificación al interior del centro de detención: “Al Flaco lo distinguía por la venda; era la única de color rojo [16].” Con el paso de los días y el uso continuo su deterioro es evidente. Mucho más aún cuando utilizada por un prisionero termina sobre los ojos de otro. En este caso se habla de trapo, significando la idea de estropajo, un objeto sucio y manipulado al límite. Cuando el material es grueso y fabricado para retener la humedad del cuerpo, como la tela de toalla, la venda adquiere un olor insoportable, difícil de olvidar:

“Era una toalla de color celeste, sucia, fétida, que me cubría desde la frente hasta la boca. Dejé de sentir su olor hace años, pero de vez en cuando regresa el recuerdo del miedo exudado por otras caras. Muchos rostros habían gemido detrás de ese trapo, muchas lágrimas se habían secado.” [17]

El textil con que se confeccionan las vendas permanentes se modifica en el transcurso de la dictadura y en la medida en que se optimiza y especializa la aplicación de la violencia, producto el cambio en su institucionalidad [18]. En la década de 1980, en el Cuartel Borgoño de la CNI, se utiliza un cintillo de tejido de punto, de nylon, muy elástico, similar al que llevan las niñas y adolescentes cuando asisten al colegio, correctamente uniformadas. Ignacio, incomunicado durante diez días en ese centro, en el mes de agosto de 1984, rememora: “Yo creo que la venda en el caso del Borgoño, estoy haciendo recuerdo, era un cintillo apretado, muy apretado, de color negro o azul oscuro [19].”

“El sistema modifica las funciones propias de algunas ropas de uso cotidiano ―presentes incluso en la oferta de modas― las cuales, inscritas ahora en un espacio de reclusión, devienen activadoras del castigo físico. Una parte significativa de la eficacia con que se concretan estos usos se relaciona con los materiales empleados en su fabricación.”

Overoles: mascaradas de la violencia


Luego de la disolución de la DINA, en 1977, la creación de la CNI, y la entrada en vigencia de la Constitución Política de 1980 que rige con sus artículos transitorios, la dictadura militar refina los métodos de aplicación de la violencia del mismo modo que organiza un sofisticado contexto jurídico legal que legitime su ejercicio. Opera a partir de un sistema basado en incomunicaciones, con plazos definidos pero renovables, en el marco de los cuales el prisionero queda a merced de los aparatos de seguridad. En algunos casos, se produce su visibilización en el espacio público, con fines propagandísticos. El traslado a las Fiscalías Militares para el interrogatorio, ocurre a plena luz del día y con la prensa apostada en las afueras. Este nuevo modus operandi impone inéditas necesidades respecto de la apariencia física del detenido que no se habían manifestado antaño cuando las detenciones indefinidas y clandestinas marcaban la tónica. Emergen otros modos de tratar los cuerpos y por añadidura otras indumentarias.

El overol, buzo o mono, acompañado de alpargatas, se transforma en el uniforme temporal de los detenidos políticos. Su función es radicalmente distinta a los uniformes utilizados cotidianamente por los presos comunes en algunos recintos carcelarios [20]. Esta indumentaria se agrega con el objeto de evitar el deterioro de la ropa con que hombres y mujeres son capturados para que, ante un eventual traslado o liberación definitiva, luzcan impecables, sin trazo alguno de la violencia a la que fueron sometidos durante su incomunicación.

La inclusión de dichas indumentarias no remite a un momento histórico preciso aunque es posible establecer una vinculación entre dicho uniforme y los monos azules de lona empleados por los equipos de mantenimiento de la Armada y la Fuerza Aérea. Ambas instituciones los implementan ocasionalmente y por iniciativa del oficial a cargo, hacia 1974, en algunos campos de detenidos y centros de tortura, respectivamente. Para 1983, en el contexto de los llamados a protesta provenientes de los grupos opositores a la dictadura y la vigencia del periodo de incomunicación (previo al procesamiento formal) en 5 días ampliables a 20, el empleo del mono azul deviene parte de la rutina de interrogatorio y tortura establecida por la CNI. G.Z detenido en el Cuartel Borgoño (Santiago) recuerda:

“Llegando al cuartel se nos ordenó desvestirnos completamente, ponernos un overol azul y zapatillas de igual color (todo esto en el patio de estacionamiento), para luego bajar a un subterráneo en donde había varias celdas pequeñas, piezas con “parrillas” [21] para interrogatorios, una sala de enfermería, un baño y numeroso personal.” [22] 

“En el ámbito de la vida cotidiana, la violencia estatal se presenta como el dispositivo mediante el cual la Dictadura remodela los cuerpos de los opositores interviniendo directamente en su materialidad mediante la aplicación de fuerza y la sustracción del espacio público.”

Sobre el material con que está confeccionada la prenda los testimonios coinciden en la dureza y el color azul. Algunos mencionan la mezclilla o denim, pero tomando en cuenta la tradición respecto de la ropa de trabajo en Chile, es posible que se trate de gabardina o de lona; una tela de algodón muy tiesa y resistente a la humedad empleada en suministros de camping y muebles y toldos de playa o terraza. Porque a pesar de la rotación ―el overol es utilizado para distintos prisioneros según la necesidad, sin lavados de por medio― no pierde la dureza propia de una prenda nueva sino hasta mucho tiempo después. Juan [23], militante del MIR, detenido en el cuartel Agua Santa de Viña del Mar explica:

“Yo no te lo podría precisar porque no conozco muy bien, digamos, de texturas, pero era el overol azul de una tela muy gruesa, muy tosca, que iba sobre el cuerpo… No me parece que hubiera sido de blue jeans, lo que sí me acuerdo es que las costuras, que eran internas, sobre el cuerpo desnudo generaban, ya con la suciedad después de tres días sin bañarte, digamos, una cierta ulceración, te raspaban, te herían, era una tela dura, tosca, y herían. O sea porque yo me acuerdo que no los lavaban nunca, tú lo tenías todos los días que estuviste y probablemente lo lo pasaron pa’ que lo pusierai, después que los había usado otro pelado, otros días.” [24]

El empleo del buzo marca una diferencia en el ejercicio de la violencia política, en relación a cómo ésta se ejecuta en los contextos DINA y CNI. En el primer caso, el proceso de degradación del prisionero considera fundamentales la acumulación y posterior visibilización de los residuos corporales sobre la ropa, precisamente porque éstos le devuelven al sujeto las huellas de esa violencia, significadas en un aspecto físico que bordea la indigencia. Carmen Rojas [25] describe un excepcional almuerzo, organizado sin razón aparente, durante su estadía en el centro de detención Villa Grimaldi. La instancia le permite tener por primera vez una visión completa de cómo lucen ella y sus compañeros de cautiverio:

“Es seguro que dábamos un espectáculo lamentable, Si no, que hacían allí ese montón de esperpentos. Esa ropa estrafalaria de hombres y mujeres andrajosos e inmundos. Algunos de ellos engrillados, con las vendas de los ojos a medio caer, con aires de loquitos o mendigos medievales y custodiados por guardianes engañosos, vestidos como capataces de fundo y comiendo pollo al sol de un domingo campestre.” [26]

En el segundo caso, el protagonista es el overol, cuyo efecto sería más o menos el mismo que el de una ducha luego de varios días sin acceso al agua; es decir borrar la evidencia futura. Soledad Aránguiz, militante del MIR en la clandestinidad, capturada en 1984, relata los distintos cambios de ropa a los que se ve sometida durante su detención:

“En la época de la CNI, cuando yo estuve presa era esta cosa más tecnológica, más desarrollada y todo. Estos gallos en los centros de tortura, tenían unos buzos que eran de la tela de los Bue jeans, con las patas, las mangas y un cierre acá. Todo de blue jeans. […] Entonces cuando tu llegabas te ponían eso para que no llegaras hedionda y cochina cuando te pasaran a incomunicada. […] Entonces tenían tu ropa impecable, como tú llegabas. Entonces tenían tu ropa impecable, como tú llegabas. Y cuando te ibas a ir, cuando ellos decidían, después de quince días, una semana, un mes, cuando ellos querían, te daban una ducha con champú y todo y salías a la fiscalía con tu ropa. […] Entonces tú llegabas a la fiscalía impecable, como que venías saliendo de tu casa.” [27]

La certeza o prueba indesmentible de lo acontecido migra desde lo concreto, la mancha en la propia ropa o la del compañero, hacia una suerte de abstracción o virtualidad de la evidencia fijada ahora en un overol sucio pero sin dueño, que ha pasado por un número indeterminado de cuerpos y que permanece oculto en el cuartel. El buzo condensa en parte ese conjunto de experiencias serializadas y por lo mismo expande sus efectos hacia la totalidad de otros potenciales cuerpos, aún cuando materialmente no llegue a tocarlos.

A medida que el sistema se perfecciona, el empleo del overol y su consiguiente código de vestir, se tornan más eficientes en el refuerzo de los propósitos represivos del Régimen y el ocultamiento de la verdadera condición física y mental del prisionero. El buzo significa, en el plano corporal, lo que la incomunicación regulada por un plazo fijo, en el plano jurídico. Ambas estructuras sostienen la máscara de normalidad contribuyendo a crear confusión tanto en el afectado como en la opinión pública.


Conclusión


El golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 y la dictadura militar que le sucede constituyen hechos sin precedentes en la historia política chilena, en la medida en que instalan el uso de la violencia estatal sostenida como instrumento para el logro de sus objetivos. La aniquilación del enemigo interno movilizó un dispositivo que se especializó en el transcurso de sus diecisiete años de actividad. Uno de los elementos estratégicos de dicho sistema ―que permite comprender su eficacia, incluso a largo plazo―, fue la indumentaria. Asociada a las técnicas específicas empleadas por los aparatos de seguridad del Régimen, expuso los rastros de la violencia aplicada en los cuerpos de los opositores. Vendas y overoles, consignaron la historia de cada uno de sus portadores. Las primeras se mantuvieron durante todo el periodo. Universales e iniciáticas, transitorias y permanentes, modificaron sus características materiales acorde al tiempo y la oportunidad. Su anomalía radicó en vestir la única parte del cuerpo que en condiciones normales no es revestida. Los segundos, en cambio, al recubrir tronco piernas y brazos, significaron la mascarada legalista que ocultó los trazos de la violencia ejercida sin respiro durante el tiempo de detención e incomunicación consignado en la norma jurídica. Conservaron incólume la ropa de origen para utilizarla como significante de normalidad, cada vez que el detenido fue visibilizado en el espacio público.




Notas: Los ropajes de la violencia. Chile 1973-1990

[1] La Doctrina de la Seguridad Nacional permeó a los ejércitos latinoamericanos a partir de la Guerra Fría, los cuales fueron entrenados por oficiales estadounidenses en lucha contrainsurgente. Constituyó el sustrato ideológico que legitimó la violación de los derechos humanos durante la dictadura militar chilena planteando que los opositores, al profesar el marxismo se habrían sustraído voluntariamente de los mismos. Véase: Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura, Informe de la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura (Santiago de Chile: La Nación S.A. Impresores. I.C.N.P.P.T., 2005).

[2] Arfuchs, Leonor. El espacio biográfico. Dilemas de la subjetividad contemporánea. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2007.

[3] Butler, Judith. El género en disputa: Feminismo y la subversión de la identidad. Barcelona: Paidós, 2001.

------------------- . Cuerpos aliados y lucha política. Hacia una teoría performativa de la asamblea. Buenos Aires: Paidós, 2017.


[4] Véase: John Carl Flügel, Psicología del vestido (España: Melusina, 2015). George Simmel, Cultura femenina y otros ensayos (Barcelona: Alba, 1999). Pierre Bourdieu, La distinción. Criterios y bases sociales del gusto (Madrid: Taurus, 1999). Erving Goffman, Estigma: La identidad deteriorada (Buenos Aires: Amorrortu, 2006).


[5] Entwistle, Joanne. El cuerpo y la moda. Una visión sociológica. Barcelona: Paidós, 2002.

[6] Barlett, Djurdja (ed.). Fashion and Politics. New Heaven and London: Yale University Press, 2019.

[7] El velo, su historia, género, idioma y metáforas han sido magistralmente tratados por: Helène Cixous and Jacques Derridá, Velos (México D.F.: Siglo XXI, 2001), Patrizia Calefato, El sentido del vestir (Valencia: Engloba, 2002).


[8] Bravo, Delia. Entrevista por Pía Montalva. Julio, 9, 2010.

[9] Vidaurrázaga, Ignacio. Entrevista por Pía Montalva. Octubre, 23, 2012.

[10] Gamboa, Alberto. Un viaje por el infierno. Santiago de Chile. Forja, 2010.

[11] Valdés, Hernán. Tejas Verdes: Diario de un campo de concentración en Chile. Santiago de Chile: Lom/ Cesoc., 1996.


[12] Corvalán Castillo, Luis Alberto. Viví para contarlo. Santiago de Chile: Tierra Mía, 2007.

[13] Villagrán, Fernando. Disparen a la bandada. Una crónica secreta de la FACH. Santiago de Chile: Planeta, 2002.

[14] Kunstmann, Wally and Torres, Victoria (comp.). Cien voces rompen el silencio. Testimonios de ex presas y presos políticos de la dictadura militar (1973-1990). Santiago de Chile: Centro de Investigaciones Barros Arana/ DIBAM, 2008.

[15] Rivas, Patricio. Chile, un largo septiembre. Santiago de Chile: Lom, 2007.

[16] Rojas, Carmen. Recuerdos de una mirista. Santiago de Chile: Autoedición. Inscripción Nº 69.951. Impresión José Miguel Bravo, s/a.

[17] Rivas, Patricio. Chile, un largo septiembre. Santiago de Chile: Lom, 2007.

[18] En la periodificación de la violencia política estatal distintos autores e informes oficiales coinciden en identificar tres periodos distintos. El primero, marcado por las detenciones masivas en lugares públicos como regimientos y estadios, está a cargo de miembros de las Fuerzas Armadas y Carabineros y opera entre septiembre y diciembre de 1973. El segundo, caracterizado por los recintos de detención clandestinos y la desaparición de personas, funciona entre 1974 y 1977, al alero de la Dirección de Inteligencia Nacional, integrada por civiles y uniformados. El tercero, a cargo de la Central Nacional de Informaciones, se organiza en torno a detenciones selectivas e informadas e incomunicaciones de los detenidos reguladas por ley. Rige entre 1977 y 1990.

[19] Vidaurrázaga, Ignacio. Entrevista por Pía Montalva. Octubre, 23, 2012.

[20] En el caso de la dictadura uruguaya el overol refiere a un tipo de prisión política normalizado que tiene lugar en los establecimientos militares de reclusión EMR, donde se combina el esquema del campo con las formas propias de los regímenes carcelarios tradicionales. Véase: Jorge Montealegre, Acciones colectivas, memorias y procesos de resiliencia en experiencia de prisioneras y prisioneros políticos de Chile y Uruguay (Santiago de Chile: Universidad de Santiago, 2010).

[21] Se denomina parrilla a un catre metálico cuya base imita una barbacoa o plancha enrejada donde se cocina la carne. En el caso de la tortura el detenido es amarrado desnudo a los vértices de dicha estructura para luego aplicarle electricidad.

[22] Rojas, María Eugenia. La represión política en Chile. Madrid: IEPALA Editorial, 1988.

[23] No corresponde al verdadero nombre del entrevistado quien solicitó expresamente utilizar un seudónimo al momento de citarlo.

[24] Juan (seudónimo). Entrevista por Pía Montalva. Enero, 2013.

[25] Se trata en realidad de Nubia Becker Eguiluz, miembro del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, capturada por la DINA y recluida en el centro de detención clandestino Villa Grimaldi. Publica en 1986, como Carmen Rojas, su nombre político, una primera autoedición de su testimonio. En 2011, lo da a conocer con su verdadero nombre en una edición revisada que titula Una mujer en Villa Grimaldi.

[26] Rojas, Carmen. Recuerdos de una mirista. Santiago de Chile: Autoedición. Inscripción Nº 69.951. Impresión José Miguel Bravo, s/a. 

[27] Vidaurrázaga, Tamara. Mujeres en rojo y negro. Reconstrucción de la memoria de tres mujeres miristas, 1971–1990. Concepción: Escaparate Ediciones, 2006.


Referencias Adicionales

Bourdieu, Pierre.  La distinción. Criterios y bases sociales del gusto. Madrid: Taurus, 1999.

Calefato, Patrizia. El sentido del vestir. Valencia: Engloba, 2002.

Cixous, Helène and Derridá, Jacques.  Velos. México D.F.: Siglo XXI, 2001.

Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura. Informe de la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura. Santiago de Chile: La Nación S.A. Impresores. I.C.N.P.P.T., 2005.

Flügel, John Carl. Psicología del vestido. España: Melusina, 2015.

Goffman, Erving. Estigma: La identidad deteriorada. Buenos Aires: Amorrortu, 2006.

Montalva, Pía. Tejidos blandos. Indumentaria y violencia política en Chile 1973-1990. Santiago de Chile: Fondo de Cultura Económica, 2013.

Montealegre, Jorge. Acciones colectivas, memorias y procesos de resiliencia en experiencia de prisioneras y prisioneros políticos de Chile y Uruguay. Santiago de Chile: Universidad de Santiago, 2010.

Simmel, Georg. Cultura femenina y otros ensayos. Barcelona: Alba, 1999.


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